jueves, 21 de junio de 2007

Berrinches canosos.

En Argentina somos los reyes de la queja y de la acusación vacía. Como cualquier argumento es válido –todo es igual- es una cuestión de opinión o de quien grita más fuerte o quien da el insulto más berreta. La verdad, entendida como aquella que se ciñe a las evidencias de los resultados, es un bulto incómodo que se esquiva con mil mentiras vacías, pero que como son mil, la tapan. Hay quienes –incluso- creen ir más allá en la validez de sus tonterías arrojando como con contundencia una de las visiones filosóficas que esgrimía la intangibilidad ímproba de toda realidad debido a la desconfianza última de nuestros limitados sentidos humanos.
Pero volvamos a los berrinches: hay gente que se siente profundamente mal y –coherentemente- se queja. Pero quejarse en solitario no parece producir demasiado efecto, es más substancioso acusar, aunque la acusación –por ejemplo- no sea más que un fantasmita que rueda en la propia cabeza, llena de brotes verdes de marihuana que se quema en los pocos momentos en que el acusador no se siente mal.
Somos un país que no se reconcilia con sus responsabilidades. Que elude el esfuerzo. Que idealiza la chantada sobre el trabajo. Que iguala para abajo, para lo peor, para lo negativo, para lo confuso, para lo sinsentido. Un país donde el derecho a la impunidad es más sagrado que la justicia. Somos un país que adora las falacias como forma consistente y permanente de argumentar. Somos un país de machos y hembras dominantes pero con blanduzcos dientes de leche, bravos en todo terreno y fracasados y llorones en el propio y personal.
Por eso, por lo que somos, nadie lee, nadie escucha, nadie entiende. Si un diálogo no se maneja como la sumisión instantánea y aduladora del discurso ajeno es automáticamente tomado como una declaración de guerra. Y nada importa, pues el dolor propio parece ser tan grande y tan profundo el berrinche avejentado de una inmadurez ya irreversible, que es mejor seguir acusando. No sea cuestión de que cambiemos y nos obliguemos a pensar que no siempre las palabras que adulan son las que nos permiten crecer.

No hay comentarios: