miércoles, 1 de agosto de 2007

Dolor sempiterno.

No quiero alejarme del dolor. Quiero que esté cerca, aunque sin tocarme. Lo necesito para recordar. Lo necesito para sentir por los que sufren e intentar estar cerca. Aunque simple, humilde, egoísta, limitado, estúpido. Lo necesito para que cuando yo sufra, alguien –como yo- entienda.

La razón, maravilloso refugio de las mejores ideas, cae doblegada ante la vivencia despiadada del dolor. No importaran tus cimas más ilustres, ni la estable dureza de tus caminos que señalan hacia los pensamientos más agudos. No importarán tus virtudes más alabadas, ni los sobresalientes recuerdos que siempre te alegraron el sentir. El dolor, cuando cae con salvaje fuerza, es avalancha despiadada que arrasa indiferente con todo, dejándote hundido en la más oscura, profunda, inmóvil y tétrica ciénaga. Dentro de él no tendrás siquiera el derecho a disentir, pues borra de ti toda percepción, toda idea, toda voluntad, todo recuerdo, todo deseo cuando no es más que huir de él.

Y es que, más que la muerte, la negación misma de la vida es el dolor. Por eso no quiero alejarme de él. Quiero conocerlo para que –al menos- si me alcanza le ofrezca -ya inevitable- mi mejor costado. Y al menos así, me deje arrastrar con dignidad hacia aquel espacio en el que dejamos de ser -con libertad-, conciencia.

En aquel momento.

En aquel momento. Sólo. Tan breve. Tan real que –inevitable- me confundió. En aquel momento, un sueño tocó mi mano. Y antes de poder asirlo, fue recuerdo.
Está allí, para contar historias que no fueron, para inspirar vidas que no latieron, para dar esperanza por el puro capricho de la magia. Aspirar un suspiro al amparo enceguecedor de la noche, un perfume nuevo harto conocido. Montaña pesada, jamás te vi tan alta, jamás te vi tan lejana, jamás te vi tan imposible y aún así, toda mía, mi ofrenda mayor. Y sin embargo, sólo fuiste un molesto grano de arena para quién no te supo ver.
En aquel momento, desear dejó de ser dolor.

martes, 3 de julio de 2007

La alegría de vivir.

Las criaturitas se agruparon ansiosas a la vera de la brillante desembocadura. Esta noche era ocasión de fiesta, y la alegría se notaba entre retozos y alborotos, perdonándose entre sí torpezas, empujones y golpes que normalmente eran motivo de riña. Mamá los tenía limitados en ese lugar para divertirse, no fuera cuestión que cuando llegasen los manjares estos no pudiesen estarse atentos para servirse de lo bueno, lo mejor. Papá –que usualmente hacía viajes larguísimos para obtener lo que hoy llegaría gratis- sería el encargado de garantizar la disposición de los manjares para que todos creciesen fuertes, gordunos y rechonchotes como él, pues la alimentación es salud. La noche era hermosa y el ambiente olía espeso con anticipación, cómplice de la abundancia que dejaría a todos llenos y satisfechos. Aprendían así los pequeños a amar la vida pues los rituales de la fiesta los llenaban de todo tipo de emociones palpitantes que los hacían vivaces observadores y encantadores agradecidos de lo que viene por bien y no tan seguido. Mamá estrujaba con sus manillas su estómago que hinchado ya delataba las pequeñas compañías en formación -por lo que futuros chiquilines sabrían apreciar ya antes de nacer del deleite-. Papá acariciaba sus largos bigotes y con mirada adusta oteaba que ningún colado quisiese inmiscuirse en la fiesta, que siempre hay quienes quieren aprovechar la algarabía para perderse en el grupo y hacer su agosto sin más derecho que la audacia con amplitud de descaro.

En el mundo de las oportunidades escasas, “herejía” no sólo es concepto extraño sino ridículo. Se vive con intensidad lo que se tiene cuando se le puede arrebatar al destino, puesto que para el dolor siempre hay tiempo porque este llega sin invitación y sin fecha de vencimiento.

Por fin, las fanfarrias se hicieron oír bajo la forma idílica de innumerables cacofonías acuosas que iban creciendo en intensidad, como para aumentar el suspenso que dejaba a todos atónitos y petrificados por esta excelencia de agasajo. Sin más ceremonia entonces, finalmente, uno tras otro y con indisimulado estrépito se fueron presentando los menús, cada uno de formas variadas y caprichosas, haciendo honor a las intrincadísimas recetas que les dieron conformación, desparramando al aire en franca competencia todos los tufos que gritaban supremacía, reclamando cada uno para sí la mayor atención. La familia, excitadísima, no sabía por cual comenzar, pero no fue esta cuestión de larga meditación ya que estaba todo ya servido y al alcance. Todos se sentían servidos con lujo espléndido ya que los alimentos se les presentaban con displicente gracia y suavemente de un lugar a otro, acompañados por abundante bebida. La tenue luz nocturna agregaba intimidad al festín mientras resonaban melodiosos todos los cantos de la naturaleza –grillos por allí, algún búho por allá, discretos croares de sapillos por acullá-, enmarcando –tal vez envidiosos- este cuadro memorable de felicidad familiar.

Cuando las ratas terminaron de llenar sus pancitas con los hediondos soretes -que salieron despedidos del desagüe y flotaban en la zanja- ya plenas y felices volvieron chillando de alegría a las oscuras grietas que hacía de su hogar un sitio seguro. Papá cubría la retirada, clavando de vez en cuando su hocico al aire. Mamá sentía patadillas en su estómago. Ya en su pestilente madriguera, las ratitas miraban encandiladas a la luna escurrirse brillante a través del oscuro agujero de entrada. La vida era tan bella. Qué más se podía pedir.

viernes, 29 de junio de 2007

El monstruo de Dios.

Si uno nace monstruo, puede hacer dos cosas: o vive como monstruo y en honor a su monstruosidad se hace lo que los demás esperan de uno como tal, o se oculta para evitar que los otros lo obliguen a serlo.

Eckart supo que nació como monstruo cuando se descubrió sintiendo lo que a todas claras era “el mal”. Y no importaba que este viniese muy dulcemente arropado y con los mejores sentimientos: se sabe que el mal anda y se escabulle allí, a esos lugares del cuerpo que no pueden mencionarse en público y que encima sirven para cosas sucias.
Como Eckart descubrió la naturaleza funesta de su rareza ya siendo casi un púber, no podía de buenas a primeras echarse a vivir como un demonio y dejar su apacible y bucólica vida campesina atrás. Le tocaba entonces ocultarse. Al fin y al cabo, así, solo, como había llegado, tal vez se iría, como se va una pesadilla. Pero hete aquí que Eckart con el tiempo no dejaba de hacerse monstruo. Por ello y por tanto, Eckart aprendía día tras día a guardar su fealdad de todos. Tal vez no muy distinto a lo que sentían sus compañeros campesinos, pero no hay que olvidar que en su caso era mucho peor. Era un monstruo, mientras que los demás, a lo sumo, eran pecadores. Los demás al fin y al cabo algún día limpiarían las impurezas de sus pensamientos con el enjuague del casamiento, siguiendo el orden natural, que por ser natural no era monstruoso.

Claro que si uno nace en la colina de Bernkel no habla ni de lo natural ni de la naturaleza. Mucho menos describe ni su orden, ni su patrón. Uno habla de Dios y de la creación, pues desde allí y hasta allí llega todo conocimiento asequible y disponible. Y cualquier cosa que caiga en el lugar incorrecto, no es más que obra del demonio, que ya se sabe, siempre está allí para alterar el orden del creador. Así las cosas y aunque siendo Eckart un fiel y piadoso muchacho libre de todo mal de acción o de deseo, no bastaba, puesto que siendo monstruo había caído allí en el lado del mal y su misma naturaleza lo llevaría tarde o temprano al horror que todo monstruo comete cuando se muestra tal cual es.

Por eso se sabe que las abominaciones no pertenecen a este mundo. Y por ello, cuando se las descubre, causan horror y repugnancia, se las persigue y se las ajusticia, llegando hasta su triste y merecido final. Final que es conciliación del equilibrio perfecto, inmutable, eterno e inexplicable que es el mundo creado. Es su manera de volver las cosas a su cauce justo, porque no es deseo de nadie y jamás fue intención proferida de Dios que el aberrante exista. La muerte del monstruo no es muerte sino cura, por eso nadie al monstruo lamenta ni nadie del él compadece su dolor, ni en su vida ni en su final. Eckart por tanto sabía que si su naturaleza se daba a luz, no había otro remedio que la cura, pero aún así y con la cura su familia estaría manchada. Así que tampoco ese el camino era.

Eckart soñaba con la dulce infancia que acababa de abandonar, pues en ella su inocencia estaba protegida y su cuerpo no demandaba cosas que en los grandes son pulsión y pasión. Intentaba luego conservarse alejado de temas adultos que lo obligasen a pensar con mente de adulto. Si la niñez conserva pureza, una sociedad pura es infantil. Mientras Eckart no actuase tenía espacio de luz, pues se sabe que quien no ha obrado no ha pecado aunque deba sí, reconciliarse por su pensamiento, con Dios. Entonces, y como no hay manera de que alguien de al monstruo un trato que al monstruo sustente, este sólo es un alma oscura perdida en el bosque, que nadie puede ver ni perseguir. El sacramento purifica, como fue el bautismo al nacer, el matrimonio será, en su día –y con la ayuda de Dios- lo que purifique a Eckart y milagrosamente todo será como debe ser. Pero si no es así, aún más terrible será, puesto que talado el bosque, tal vez no le quede al monstruo otro lugar.

Otra manera de obligar al monstruo a doblegarse, a asfixiarlo, a estrujarlo hasta que desaparezca –pensaba Eckart- era dedicarse de lleno, completa y sinceramente a las tareas de Dios. Y eso significa –y todo el mundo lo toma como gran renuncia- dedicarse a ser cura, pastor de la religión. Pero como Eckart era un muchacho bueno que callaba para no mentir, no podría mentirle a Dios -único testigo de su monstruosidad- y dedicarse a servirlo siendo que ante él su condición era evidente. No, no podía ser correcto y sería aún mayor el espanto de su escándalo si –obligado por su confesión- debiese decir que finalmente que cosas impuras asaltaban su pasión.

Así es que Eckart se entiende como confinado a un final al que todos ya han asentido en silencio, y en silencio será, puesto que cualquier ruido podría molestar. Cuando llegó el momento impostergable, aquel que lo atormentaba con una pasión improferida volcándolo a desear un destino paralelo donde los yerros pudiesen vivir en paz y hasta ser aceptados por su pueblo, se le hizo insoportable. Su soledad acompañaba una dignidad guardada bajo 10 llaves en silencio, no había vida posible para él, siendo que su naturaleza misma le restaba las fuerzas para ser otra cosa más que lo que era. Cuando Eckart buscó su fin dejando anónimamente bajo las aguas del río todos los pecados que lo hacían hervir, nadie supo su historia, pues era historia que no era permitido saber ni contar. Y es que Eckart se unió sin saberlo al número incontable de victimas de de un mundo que ponía todos los nombres de la ignorancia en uno sólo, tan pesado, indiscutible y abrumador que su sola mención era sinónimo de verdad. Dios.

viernes, 22 de junio de 2007

El miedo de todos.

Cuando yo era muy chico el miedo tenía que ver con el silencio. Había cosas que causaban miedo pero que no debían decirse. Por eso, cuando comentaban las vecinas que oían gritos pidiendo ayuda y rogando por sus vidas desde el cuartel de La Tablada, entendía que algo malo y oscuro andaba dando vuelta por ahí, aunque no tenía idea ni de qué, ni de por qué, ni como. Simplemente era algo tenebroso puesto que quienes referían el hecho hablaban en voz baja y con espanto aún sin más testigos. La muerte atacaba oculta en la impunidad de un poder inasible e inapelable. El silencio, era salud. Y el miedo era de todos.
Hoy en día el miedo tiene que ver con los gritos. La gente, en todo lugar, a toda hora, en todos los ámbitos refiere hechos horrorosos, en los cuales la muerte suele ser la invitada común. Son cosas que causan miedo porque la gente se sabe abandonada a su propia suerte. Simplemente no hacen falta testigos, porque testigos somos todos. La muerte ataca a cara descubierta protegida por la impunidad de un poder que dice ser accesible pero al que nadie llega. El grito, es salud. Y el miedo, es de todos.
Entonces como ahora pagamos el precio de permitirles a los delincuentes ser el poder.

jueves, 21 de junio de 2007

Berrinches canosos.

En Argentina somos los reyes de la queja y de la acusación vacía. Como cualquier argumento es válido –todo es igual- es una cuestión de opinión o de quien grita más fuerte o quien da el insulto más berreta. La verdad, entendida como aquella que se ciñe a las evidencias de los resultados, es un bulto incómodo que se esquiva con mil mentiras vacías, pero que como son mil, la tapan. Hay quienes –incluso- creen ir más allá en la validez de sus tonterías arrojando como con contundencia una de las visiones filosóficas que esgrimía la intangibilidad ímproba de toda realidad debido a la desconfianza última de nuestros limitados sentidos humanos.
Pero volvamos a los berrinches: hay gente que se siente profundamente mal y –coherentemente- se queja. Pero quejarse en solitario no parece producir demasiado efecto, es más substancioso acusar, aunque la acusación –por ejemplo- no sea más que un fantasmita que rueda en la propia cabeza, llena de brotes verdes de marihuana que se quema en los pocos momentos en que el acusador no se siente mal.
Somos un país que no se reconcilia con sus responsabilidades. Que elude el esfuerzo. Que idealiza la chantada sobre el trabajo. Que iguala para abajo, para lo peor, para lo negativo, para lo confuso, para lo sinsentido. Un país donde el derecho a la impunidad es más sagrado que la justicia. Somos un país que adora las falacias como forma consistente y permanente de argumentar. Somos un país de machos y hembras dominantes pero con blanduzcos dientes de leche, bravos en todo terreno y fracasados y llorones en el propio y personal.
Por eso, por lo que somos, nadie lee, nadie escucha, nadie entiende. Si un diálogo no se maneja como la sumisión instantánea y aduladora del discurso ajeno es automáticamente tomado como una declaración de guerra. Y nada importa, pues el dolor propio parece ser tan grande y tan profundo el berrinche avejentado de una inmadurez ya irreversible, que es mejor seguir acusando. No sea cuestión de que cambiemos y nos obliguemos a pensar que no siempre las palabras que adulan son las que nos permiten crecer.

domingo, 17 de junio de 2007

S.O.S. misantrópicas en la red.

Como si vivieran en una constante y dolorosa menstruación, como si jamás pudieran superar el rencor de ver pasar las horas que delatan la fecha de vencimiento de su belleza -socialmente impuesta y voluntariamente asumida-, como si odiasen llevar un registro de estupideces que empequeñece a los de su contrapartes de género, como si envidiasen que el descaro parezca tener disculpa patentada sólo para el otro sexo, las escritoras de literatura misantrópica -como grandes resentidas cérdicamente apoltronadas tras sus computadoras en la penumbra de sus cuartos llenos de bártulos de nena boba- pululan por la “blogósfera”, dando cátedra de cómo son de imperfectos muchos –que si no todos- de los hombres.
Aun pareciendo maníaco depresivas –trastorno bipolar le dicen ahora- parece no haber ni una de estas guerreras trasnochadas de la vida que al mismo tiempo paradójicamente no arremeta contra su propio género, casi como clamando por ser otra cosa. ¿Ser más “hombres” tal vez? No, pero parece que hay un dejo de envidia que no se verbaliza, por aquella sospecha de algún complejo mal resuelto de dominación. Y que no se mal interprete: desean a los hombres, se babean por ellos, se ratonean, se fascinan; o al menos eso se deduce de su extensísimo historial histérico, romántico o matrimonial. Como género serían –o deberían ser- las dueñas de la mitad del mundo, o al menos la mitad de occidente donde con toda justeza se les ha sacado gran parte del yugo que las oprimía. Aún así no han podido derribar la multipresente imagen publicitaria de la mujer bonita, joven, perfecta, atlética, en fin, casi imposible, que diariamente y en todo lugar les clava innumerables estiletes en cada una de sus humanas –y muy normales- formas y marcas femeninas; léase desde la celulitis –verdadera pandemia- a la gordura –a la que tienen predisposición genética por motivos maternales-, desde la normal flacidez de las carnes –la suavidad no viene sola- hasta las violáceas várices. Entonces por este y otros motivos de igual caladura de errores que ellas también potencian, vengativas parecen arremeter no ya contra el retrato imposible de la modelo que se les ha enseñado a emular desde la más tierna infancia –cuando antes de hablar ya las emperifollaban de nenitas lindas- sino contra el maldito género masculino que las obliga a estar en continua feria de exposición cárnica. Y atacan por donde pueden y a donde pueden. Así, dice el dicho y lo dice por popular y probada paciencia, a este tipo particular de mujeres “no hay poronga que les venga bien”. La mayoría de ellas horroriza con el prospecto de abandonarse paquidérmicamente a su destino de matronas amorfas y rasguña con demencia cuanto ensayo logístico caiga en sus manos para retrasar el proceso. Pero como la genética y el destino han forjado malvado contubernio, de poco sirve la extenuante y prolongada batalla: el espejo se vuelve un objeto enemigo del desnudo y amigo de la amargura.

Por supuesto que en cuestiones de gusto, en la vida hay alimento para todas las hambres, siendo así que ninguna de estas decadencias físicas deja a mujer sin su alegría si realmente lo desea y se lo propone. Pero hete aquí que estas minas resentidas han vivido sintiéndose en el pedestal equivocado, por lo que no han cogido ni la madurez ni mucho menos el gusto como para abrir las puertas a tipos que estén -al menos- en las mismas condiciones de natural deterioro. Así nacen frases estúpidas como “ya no hay hombres” –hay hombres, pero los que a vos te gustan no quieren embarrarse en tu chiquero, cerda- “hombres eran los de antes” –los de antes eran los que en el pasado te veían joven y aún apetecible- “los hombres son todos iguales” –en realidad vos sos la misma hija de puta o pelotuda con todos los tipos- “quiero un tipo exitoso” –un tipo exitoso se va a buscar terrible pendeja y no a vos, traumada del orto- “me gustan los tipos bien caballeros, de los que no hay” –aprendé a limpiarte los pañales sola, dejá de pensar que el mundo te debe algo por el mero hecho de tener una vulva peluda entre las patas- y otras frases misantrópicas por el estilo.
Por supuesto que su piedra filosofal, su carta de victoria, su as en la manga, su santo sanctorum por excelencia es el tamaño de la pija del tipo: como “siempre” va a haber un tipo que la tenga más larga, todo tipo es un chicito en potencia. Y todo intento de todo hombre por establecer algún rango de presunción es porque o la tiene chica, o es maricón. Y también es maricón todo hombre que no quiera verse obligado o casi forzado a empotrárselas, ya que el ego herido es insoportable en una mujer.

Seamos sinceros, el macho medio es un desastre sociológico, con la diferencia de que su trauma no es la belleza –como en las mujeres-, sino el dinero o el supuesto éxito que presunta. Los unos y las otras corren detrás de estos objetivos: si tienen la desgracia de tenerlos sin una cabeza acorde, la estupidez más absoluta los domina y creen que tienen el mundo a sus pies. El problema es que la vanidad herida tiene siempre el mismo final. La derrota.